"El derecho a
la vida antes del nacimiento"
Romano
Guardini
El problema y la norma
La cuestión que nos
interesa, se suele formular del siguiente modo: ¿Es lícito destruir la vida del
niño que está madurando en las entrañas de la madre?
Esta pregunta surge,
en primer lugar, del hecho de que se trata de un ser singular que, sin embargo,
influye sobre otros seres igualmente singulares y sobre grupos enteros. Primero,
sobre la misma madre; y después, más ampliamente, sobre la familia y sobre el
pueblo. La existencia de este ser podría significar la amenaza de un peligro
para la madre, la familia y la colectividad. ¿Es lícito matarlo para evitar este
peligro?
Sin embargo, la
cuestión es más amplia. El individuo humano es concebido sin contar con su
voluntad. Su desarrollo depende de la madre hasta el momento del nacimiento;
después, de la familia y de la sociedad. Así pues, todos los
que cooperan a su desarrollo, sobre todo los padres y el Estado, son
responsables de él. Siendo así, ¿no deben, quizá, en determinadas
circunstancias, representar el interés de un ser que todavía no es
independiente, incluso en lo que respecta a su presencia física en el mundo? Si
están persuadidos de que la vida de este futuro hombre será desventurada, ¿no es
acaso su deber preservarlo de la desventura?
Estos problemas han
sido siempre actuales, pero durante mucho tiempo fueron resueltos con fe en la
divina providencia. Se convirtieron en agobiantes cuando muchos perdieron la
conciencia de esta guía celestial y llegaron a una concepción del hombre como
dueño y único responsable de su existencia. A la vez, paralelamente a este
desarrollo, la sociología y la medicina crearon las premisas que hicieron
posible una acción metódica en este campo. Finalmente, en la sociedad de masas
de la existencia moderna, se fue perdiendo cada vez más el sentido -antes muy
vivo- de la intangibilidad fundamental de la vida humana. Después, he aquí que
se agrava la situación externa: alimentación y vivienda, educación y carrera
universitaria, asistencia y cuidados médicos, son puestos de tal manera en
entredicho, como sucede hoy de hecho, que aquellos problemas aumentan de
intensidad de un modo amenazador. Tanto más cuanto que, en los últimos tiempos,
el gobierno del estado y la educación del pueblo niegan radicalmente la dignidad
del hombre y se han aliado con todo lo que de violento hay en su naturaleza.
Estos hechos han ejercido un influjo grande sobre el modo de sentir y de juzgar
de la mayoría de las personas. Y conviene -mencionándolo ya desde el principio-
no dar por supuesto con demasiada facilidad que, discutiendo problemas como el
que ahora nos ocupa, seamos personalmente inmunes a semejantes influencias.
En la medida en que el
hombre salía de la barbarie, se hacía a la luz cada vez con más nitidez el
principio que dice: no es lícito tocar la vida del hombre mientras no ha
cometido un delito para el cual, según el derecho vigente, está fijada la pena
de muerte; o bien mientras no ataca a otra persona, que sólo puede salvarse
matando al agresor. Un tercer caso es el de la guerra. Pero en el juicio acerca
de ella, de una generación a esta parte se hace evidente una crisis cada vez más
profunda: cada vez se aprecia con más claridad que la guerra, tal como viene
organizada por la "técnica", es bien distinta de aquella otra en la que estaban
presente los valores, del todo obvios, de la fidelidad a la Patria, el honor, el
valor del coraje y del sacrificio. Así, parece que el derecho a matar que se
deriva de ella, no es ya tan indiscutible como antes.
De cuanto hemos visto
hasta ahora, podemos concluir que no es lícito destruir la vida del ser humano
que madura en el seno materno, puesto que no ha cometido ningún delito ni ha
puesto a otro hombre en situación de legítima defensa. Y a pesar de todo, la
vida de la madre puede ser puesta en peligro por el niño de manera tal, que se
pueda deducir, de este "índice médico", un derecho a sacrificar la vida del
hijo. La justificación para intervenir ante semejante peligro no es, sin
embargo, tan evidente como a menudo se afirma: requiere un examen más detenido.
Pero no vamos a ocuparnos ahora de eso. Lo que nos interesa ahora no es el
"índice médico", sino el "social".
Quien da por
justificado este índice, afirma: el ser humano en desarrollo está en relación
inmediata con la vida de la familia y de la sociedad, a través de las cuales
recibe una influencia y sobre las que, a su vez, ejerce un influjo. Ahora bien,
la relación puede llegar a ser en tal modo desfavorable, que sea lícito
preservar de sus consecuencias tanto a la familia como al hijo en cuestión,
matando -digámoslo así- a este último. No pretendemos hacer una descripción
minuciosa de la situación actual, cuya gravedad supera todo cuanto la memoria de
Europa puede recordar. Me atrevo a esperar que el lector querrá creer que el
autor -sin necesidad de esta descripción- sabe algo sobre ella; y que reconozca
la obligación de hacer lo posible por dejar de lado tanta calamidad.
Quien trata de
conservar limpia su conciencia en la discusión de nuestro tema, debe insistir en
este punto si no quiere parecer un monstruo. Es muy fácil estimular el
sentimiento y la fantasía contra los que defienden la inviolabilidad de este
norma: la propaganda recientísima a favor de la así llamada "eutanasia" y todos
sus efectos, resuena con estridencia todavía en nuestra memoria. A nosotros, lo
que nos importa es preguntarnos con objetividad y precisión sobre los que es
justo.
Por tanto, ¿es lícito
matar un ser humano que no ha cometido ningún delito ni ha usado la violencia,
porque pone en peligro a los otros con su existencia; y no en un peligro
cualquiera, sino precisamente en un peligro grande?
Si se comienza a
considerar el daño como razón suficiente para violar la vida humana, no se puede
ya mantener ningún límite de modo conveniente.
Esta experiencia ha
sido siempre válida, y hoy más que nunca. En el curso de la edad moderna, sobre
todo en la última generación, se ha ido debilitando cada vez más el freno
inmediato y eficaz de la vida instintiva y sentimental, o de la sujeción
religiosa; los principios éticos e incluso los sociales son, sin embargo,
vacilantes y ceden con facilidad ante una presión vital más fuerte. Por eso, el
hombre ha llegado a ser -no sólo con respecto a las cosas sino también con
respecto a los demás hombres- muy "funcional"; es decir, inclinado a tratar a
sus semejantes como cosas que caen bajo la categoría de la utilidad. De lo cual
se deriva lo que ya hemos dicho antes: que nuestro tiempo va disolviendo cada
vez más a la persona singular en la masa. La unicidad, en cuanto
cualidad esencial de cada hombre es, para muchos, algo muerto. Más o menos
claramente, con un consenso más o menos grande, en muchas personas está vivo el
planteamiento de que los hombres son tan numerosos, que la persona singular no
tiene ya importancia. Es preciso no olvidar dos hechos oscuros y peligrosos: una
educación y una praxis que impregna el comportamientos en sus mismas raíces y
seis años de un conflicto enorme, han desatado el espíritu de la muerte que,
hasta el momento, no ha sido todavía dominado.
No nos queda pues otra
cosa por hacer que atenernos clara y decididamente a la norma ética, por la cual
no es lícito matar un ser humano si esa acción no está justificada por el código
penal o por la legítima defensa.
Objeciones
Se podría objetar que
existe una evolución también en el ámbito de las costumbres de la humanidad y,
por esa razón, no se deberían poner principios absolutos, sino tratar de
alcanzar las normas nuevas de las nuevas situaciones. Luego, con tiempo y buena
voluntad, se encontrará el camino justo. Es preciso, pues, examinar con cuidado
la sustancia de este hecho.
Antes de nada,
afirmamos que la intervención es siempre una intervención. Las experiencias
demuestran que no se trata de algo sin importancia, como tan a menudo se la
considera, sino de algo que compromete verdaderamente la salud física.
Compromiso que es tanto más grave cuanto menos propicios son el estado general
de la madre, la posibilidad de nutrición, de tranquilidad y de cuidados. Las
mismas condiciones que deberían probar el derecho del índice social, se
convierten al mismo tiempo en una protesta en su contra.
Todavía menos que la
lesión física, es valorada la espiritual. El ser humano que
madura en el seno materno no es, de ninguna manera, un apéndice (escrecencia)
del tipo que sea, cuya extracción tan sólo puede resultar beneficiosa: está
profundamente unido a
todo el ser de la mujer y al "ethos" de su existencia. La madre
se orienta, en cuerpo y alma, hacia la criatura no nacida, preparándose a la
inminente maternidad. Por tanto, la intervención interrumpe un desarrollo que
conforma (impregna) toda la vida física, espiritual y caracteriológica de
la madre.
Verdaderamente, da miedo ver cómo se toman a la ligera estas
cosas por aquellas mujeres y, sobre todo, por aquellos hombres que, de
ordinario, tienden a ignorar la relación que hay entre los distintos procesos de
la vida femenina, tanto entre sí mismos como con toda su existencia como mujer.
Para encontrar una situación semejante por parte del varón, sería necesario
pensar en un golpe tal que destruyese una obra en la que el artífice hubiese
puesto en juego todo su ser (a la que el artífice hubiese dedicado toda su
existencia).
De otra parte, es
preciso observar que no sólo existen efectos claramente perceptibles, sino
también efectos que no se advierten: las heridas íntimas y profundas del ánimo,
que tal vez no se muestran ni siquiera a quien las sufre, pero que amenazan toda
su estructura interior; las turbaciones de la conciencia vital, que constituyen
un inexorable autocastigo, a menudo en cuestiones y en ocasiones que parecen no
tener nada que ver con aquel hecho que ha sucedido. Una melancolía imprevista,
una interrupción inexplicable de la iniciativa vital, una inseguridad
aparentemente infundada de las relaciones ambientales... Si se siguieran con
cuidado los hilos hacia atrás, conducirían hacia aquel daño provocado en las
raíces de la vida, aun cuando los motivos aducidos en su justificación
aparecieran razonables y urgentes.
Ciertamente, a estas
consideraciones se puede oponer que existen peligros físicos y espirituales
también si la intervención no se realiza a propósito. Con los argumentos
aducidos, la cuestión no queda resuelta aún.
Podría tener más peso
la indicación de otro peligro. Según el punto de vista de sus defensores, el
"índice social" establece el derecho a matar al hombre en desarrollo en la
medida en que con su nacimiento se produzcan daños relevantes a su familia y a
él mismo. Pero una vez admitido este principio, ¿se limitaría al "índice
social"? ¿Acaso no se ha delineado otro índice en los pasados años: el
"político"? ¿No ha sido declarado por la máxima autoridad que promulga y exige
el cumplimiento de las leyes, o sea, por el Estado, que le corresponde decidir
si uno de sus súbditos puede conservar la vida o perderla? Y perderla, no porque
haya cometido un delito o porque su existencia cause daños a los otros, sino más
bien por el simple hecho de que ese súbdito concreto le parece un indeseable al
Estado a causa de una cualidad singular: por ejemplo, su pertenencia a un
determinado pueblo. Parece una fantasía de novela de intriga, pero durante doce
años fue la teoría y la praxis oficial. Pero de una concepción similar se puede
aún deducir, sin duda, que el Estado tiene el derecho de determinar qué niños
pueden llegar a nacer y cuales no. ¿Y quién puede decir qué posibilidades
esconde el futuro si caminamos en esta dirección? ¿Qué pueblo resultará
indeseable y a cual estado se lo parecerá?
En este tipo de
cuestiones, apenas desaparece el principio absoluto y ocupa su lugar un juicio
práctico de utilidad o nocividad, no hay forma de establecer un límite, y todo
empieza a caminar de mal en peor. Puede ser proclamado un índice tras otro, con
una gran cantidad de argumentos muy convincentes a disposición del público, por
no hablar de las técnicas para llevarlos a la práctica. Y esto no significa
sino que la razón moral, cuando esta se encarna en el Estado, a la hora de
distinguir entre lo que es recto y lo que no lo es, capitula frente a la "vida
misma" y sus fines.
Pero enumerar estas
posibilidades, no resuelve todavía la cuestión de un modo definitivo.
El punto de vista decisivo
La respuesta
definitiva la da el hecho de que la vida en desarrollo es un hombre. Y el
hombre, a causa de la dignidad de su persona, no se puede matar sino en legítima
defensa o con fundamento en el derecho.
Una persona humana es
inviolable, no ya porque viva y tenga, por tanto, "derecho a la vida". Un
derecho similar lo tendría también el animal, puesto que también él vive; y si
se compara un hermoso animal en libertad a un hombre enfermo o maltratado por el
destino, aquél parece tener bastante más valor que este. Pero la vida del hombre
no puede ser violada porque el hombre es persona.
Persona significa
capacidad para el autodominio y para la responsabilidad personal, para vivir en
la verdad y en el orden moral. La persona no es un algo de naturaleza
psicológica, sino existencial. No depende fundamentalmente de la edad, o de las
condiciones físico-psíquicas, o de los dones naturales, sino de su alma
espiritual singular. La personalidad puede estar desconectada, como sucede en la
persona que duerme; sin embargo, ya existe una protección moral. En general, es
también posible que no se actúe porque faltan los presupuestos fisiológicos y
psicológicos, como sucede en el caso de los locos y de los idiotas. Pero el
hombre civilizado se distingue del bárbaro precisamente porque respeta también a
la persona cuando se encuentra en semejante situación. También puede estar
escondida, como sucede en el embrión; pero ya existe y con derecho propio.
La personalidad da al
hombre su dignidad: lo distingue de las cosas y hace de él un sujeto. Una cosa,
tiene consistencia, pero no en sí misma; causa determinados efectos, pero no
tiene responsabilidad; tiene valor, pero no dignidad. Se trata algo como una
cosa en cuanto que se la posee, se la usa y, al final, se la destruye; referido
a los seres vivos, cuando se la mata. La prohibición de matar al
hombre representa el grado más alto de no tratarlo como cosa. Era, sin duda,
lógico que el Estado, si niega en su "concepción del mundo" la dignidad
espiritual de la persona y considera al hombre un mero ser genérico, es decir,
un elemento más de la estructura social, se arrogase también el derecho de
matarlo, si eso estaba conforme con sus objetivos.
El respeto del hombre
en cuanto persona es una de las exigencias que no admiten discusión: depende de
ello la dignidad, pero también el bienestar y, en definitiva, la duración de
la humanidad.
Si esta exigencia se pone en duda, se cae en la barbarie. Es imposible
hacerse una idea de cuales son las amenazas que pueden surgir para la vida y el
alma del hombre si, privado del baluarte de este respeto, acaba siendo puesto en
manos del Estado moderno y de su técnica.
De aquí se deriva
precisamente la respuesta a la afirmación, siempre recurrente, de que la mujer
tiene el derecho de disponer de su propio cuerpo y puede, por tanto, pretender
que esa situación de su cuerpo que se llama embarazo sea transformada mediante
las medidas oportunas. Ahora bien, el hijo no es simplemente "cuerpo de la
madre", no es una parte de ella en el mismo sentido en que es parte un órgano o una
escrecencia, sino que es un hombre en desarrollo. En esta realidad de hecho se
expresa la esencia más íntima de la maternidad y, con respecto a ella, la
esencia de la feminidad en general. Ser madre no significa "producir vida":
también los animales hacen esto; sino "dar la vida a un hombre". Y un hombre es
una persona, primero de todo como dormida y después, despertándose lentamente.
De este modo, en inmediata relación con la madre, crece un ser que, formándose,
se sustrae a ella siguiendo la propia determinación interior. En eso reside la
grandeza y también el elemento trágico de la maternidad. El hijo está tan
íntimamente unido con la madre, que forma con ella un único ámbito de vida. Sin
embargo, no se disuelve en ella sino que está, simultáneamente y desde el primer
momento de su vida, en inmediata relación con la existencia, con las normas
absolutas, con Dios.
Sobre la maternidad ha
caído un diluvio de sentimentalismo. Especialmente por parte de aquellos que,
cuando estaban en juego sus intereses, se la saltaban a la torera sin la más
mínima preocupación por la dignidad y el derecho de la madre. Debería resultar
sospechoso el tono con el que se hablaba -y con el que todavía se habla- de
estas cosas. Quien habla de tal guisa, no es sincero. El asentimiento y la
exaltación que expresan las palabras son de naturaleza instintiva y sentimental,
y pueden volverse de un momento a otro en su contrario: en irreverencia, abuso e
incluso crueldad, porque falta en ellas la única cosa verdaderamente importante
en este caso: la persona de la madre y la del hijo. Y precisamente aquí se
resuelve el carácter de la maternidad y se resuelve, a priori, la relación con
el propio cuerpo. No es verdad que la mujer tenga simplemente "el derecho a
disponer del propio cuerpo": tiene tan poco derecho a ello como el varón. Hombre
y mujer tienen este derecho frente al derecho de otro, frente al derecho del
Estado; y no gozan de él en sentido absoluto, puesto que el cuerpo no es un
cuerpo animal, sino un cuerpo humano sometido, también frente a la voluntad de
quien lo posee, a la tutela de las normas que determinan la existencia personal.
Sin embargo, no es este
el aspecto del problema que debe ocuparnos. Lo que nos interesa
es que el niño,
en el seno de la madre, si bien por un lado le pertenece y vive de ella, por
otro lado le es sustraído, puesto que está sometido a la ley de la propia
personalidad, ciertamente todavía latente, pero ya poseída. La madre no es la
dueña de la vida en desarrollo, sino que ésta le es confiada a su custodia. Así
pues, sustancialmente, no tiene sobre ella mayores derechos de los que tenga
-por la misma causa- cualquier ser humano sobre otro ser humano.
Otra comparación, sin
duda más eficaz, permite ver el núcleo de la cuestión: la afirmación de que el
hijo en el seno de la madre sea simplemente una parte del cuerpo de ella,
equivale a firmar que la persona, en el Estado, no es más que una simple parte
del todo estatal. La opinión que permite a la madre disponer del niño que vive
en ella, debe también conceder al Estado el derecho de disponer de los hombres
que forman parte de él. Y precisamente ante una perspectiva tal, se horroriza el
ánimo del hombre contemporáneo: estar en las manos de una autoridad dominante
que niega el derecho individual de la persona, su referencia a las normas
supremas, su inmediatez con respecto a Dios; una autoridad que asegura que el
hombre es una parte suya y que tiene una relación con la existencia en la medida
de la función que desempeñe; una autoridad jerárquica que dispone de un poder
cada vez mayor y de una técnica cada vez más segura para poner en práctica su
pretensión de poder. Y esto, no sólo oponiéndose a la voluntad de la persona
singular, sino también penetrando en su interior mediante la sugestión y la
propaganda, de manera que el juicio del oprimido capitule frente al del opresor,
y la teoría conduzca al delito.
Finalmente, no podemos
olvidarnos de otra cosa: si con base en el "índice social", se le reconoce a los
padres el derecho de hacer matar al hombre en formación, entonces, a este
derecho le corresponde un deber concreto en otra sede: el deber de llevar a cabo
la matanza. El
Estado no puede dejar en manos de la iniciativa privada el
cumplimiento de la intervención, pues de ello se derivaría un daño imprevisible.
Así pues, si el Estado declara que, en determinadas condiciones desesperadas,
los padres pueden solicitar la interrupción del embarazo, en consecuencia debe
también poner los medios necesarios para que alguien la lleve a cabo. Cada
médico puede negarse; sin embargo, si se diese el caso límite de que todos los
médicos rehusaran realizar esa intervención, el Estado debería obligar a uno a
que lo haga.
Mostrar la situación
límite sirve para revelar lo que se oculta en la norma y que no se nota
usualmente. Así pues, hemos llegado precisamente al punto en el cual -como en
aquellos oscuros doce años- un hombre es puesto frente a un dilema: o hacer lo
que para su conciencia es un asesinato, o bien perder su trabajo: una de las
peores formas de desgarro social que pueda darse nunca.
Una nueva objeción
Pero aún se eleva una
importante protesta contra todo lo que vamos exponiendo. Protesta a la que se
debe responder, si no se quiere poner de nuevo todo en tela de juicio. Y puede
enunciarse así: según las declaraciones de este escrito, matar al ser en
desarrollo estaría sometido a una norma que vale para el ser humano, ¿pero es un
ser humano el fruto que hay en el seno materno?
Que lo sea en los
últimos meses de su desarrollo es incuestionable, porque afirmar que llega a
serlo tan sólo en el momento en que se independiza del seno materno sería
demasiado ingenuo. La psicología está en condiciones de avanzar en el camino del
inconsciente hasta en la vida psíquica del nasciturus, y la pedagogía habla de
una educación pre-natal. ¿Pero es un ser humano desde el primer momento de su
desarrollo. O bien lo llega a ser en un momento cualquiera, que se determina con
exactitud, entre la concepción y el nacimiento? Porque entonces, por lo que se
refiere a nuestro problema, es verdaderamente importante determinar tal momento,
donde poder efectuar la intervención sin escrúpulos morales.
Se dice que en la
primera etapa, o sea, hasta que han pasado los cien días, el embrión no
es todavía
un verdadero y propio ser humano, sino más bien -y aquí
retomamos desde un nuevo punto de vista un razonamiento iniciado más arriba- una
formación totalmente dependiente del organismo materno. Apenas se examina, libre
de prejuicios, esta afirmación, de ve de inmediato que no está dictada
necesariamente por el mismo objeto, sino desde el exterior, por motivos que
tienen que ver con determinados intereses vitales. Y se comprueba, por otra
parte, que se fundamenta sobre una concepción materialista del ser viviente.
¿Qué se podría objetar
si alguno asegurase que un determinado vegetal existe como tal sólo cuando se
manifiesta claramente el carácter de árbol? ¿O si alguno asegurase que un
animal, cuyo desarrollo tiene lugar fuera del organismo materno, por ejemplo, un
pez, es este pez sólo cuando tiene escamas y espinas y todo cuanto pertenece a
su forma característica? Se podría responder que se trata de un absurdo, puesto
que el modo de existir del viviente proviene de un inicio simple: partiendo de
la división de una célula o de la unión de dos, pasa por una serie de
transformaciones hasta el pleno desarrollo morfológico, para después, a través
de las distintas formas de estabilización y del decaimiento, alcanzar
la muerte.
Estos estadios singulares -y esto es esencial- no se siguen
unos a otros yuxtapuestos exteriormente en serie, sino que forman un todo, una
figura en el sentido estricto del término.
Lo que llamamos
organismo, desde este punto de vista, presenta dos formas fenoménicas. Una, en
la contemporaneidad, donde las distintas formaciones -desde las moléculas de
albúmina hasta los órganos más complejos- se reúnen en una estructura unitaria y
con consistencia propia; dicho de otra manera: cada momento singular se forma a
priori de acuerdo con la estructura total, digamos, con la forma tectónica. Pero
hay también otra forma: la que se da en la sucesión, donde los distintos estados
a través de los cuales ha pasado o debe pasar todavía el individuo -desde la
primera forma de las células originarias que se separan o desde las células de
los padres que se unen, hasta alcanzar y dejar atrás la plena madurez y llegar
al último decaimiento-, forman una estructura igualmente unitaria y consistente
de por sí; expresándolo de otro modo: cada fase se coordina en la totalidad de
la serie evolutiva, de -por decirlo así- la forma en desarrollo. Esta forma en
devenir es tan necesaria y característica para el ser viviente en cuestión como
la forma tectónica, y no es posible suprimir una fase de aquella ni un miembro
de esta. Por su parte, ambas formas -tectónica y en desarrollo- se pertenecen
mutuamente; podríamos decir precisamente que entre ambas representan el
organismo: la primera, en el espacio; la otra, en el tiempo. En cualquier caso,
se trata de una unidad indivisible, puesto que cada elemento viene determinado
por el todo y al revés, el todo necesita de cada elemento. El "árbol" es aquella
figura que está en la presencia del espacio dispuesta en raíz, tronco, ramas,
hojas; pero es también aquella serie de fases que van haciéndose realidad en la
sucesión temporal de simiente, embrión, arbusto, árbol adulto desarrollado. En
cada fase, siempre idéntico a sí mismo; totalmente realizado en la serie
completa, hasta el último morir de la raíz. Sostener que el ser
considerado por nosotros comienza a ser él mismo sólo cuando ha recorrido ya un
cierto número de formas evolutivas, sería mecanicismo puro y rudo, que considera
una cantidad de partículas al margen de una totalidad viviente. Quien ha
comprendido de algún modo qué es un "organismo", no puede por menos dejar de
decir que el ser viviente en cuestión comienza por la división de la primera
célula, o bien por la unión de las dos células de los progenitores.
Y esto vale también
para el hombre. La curva de su forma en devenir se inicia con la unión de las
células de los padres, culmina en la perfección morfológica y acaba con
la muerte.
Así pues, esa forma es ya un ser humano desde el omento de
la concepción.
Como lo es en
el último momento: el de la muerte. No es posible, en buena
lógica, pensar de otro modo.
Si, no obstante, se
quiere objetar cómo cómo es posible que los primeros estadios de la evolución
pueden llevar consigo la importancia espiritual de la dignidad humana, se debe
responder de nuevo que es un planteamiento materialista poner un pensar según la
cantidad en lugar de un pensar según la calidad. Puesto que las
primeras células poseen, en efecto, toda la potencialidad estructural de la vida
futura, contienen también en potencia todas las formas que se generan, no sólo
mediante el desarrollo embrionario, sino también en el que seguirá al momento
del nacimiento, a través de la infancia edad madura decaimiento. A fin de que de
la cantidad 2 resulte la cantidad 5, es necesario añadirle la cantidad 3; de
otro modo, permanece todavía 2. Pero a fin de que del primer estadio del
organismo se formen los siguientes, no es necesario ningún añadido, sino tan
sólo un desarrollo: existe ya en potencia todo lo que será.
Una concepción
mecanicista no puede hacerse cargo del ser vivo, puesto que lo ve como
yuxtaposición exterior, como una máquina. Además, lleva consigo un gran peligro
respecto a la comprensión del valor: el de recibir la impronta de la cantidad,
ya sea de la masa, ya sea del número de los elementos formados en acto. Quien
piensa de esta manera, tanto menos verá a la persona humana en el embrión cuanto
menor sea el tamaño y menos diferenciada sea la organización del estadio de
evolución en que se encuentre; y, como consecuencia, siempre tendrá menos
impedimentos para intervenir en la vida embrionaria.
Por otra parte, no
debemos olvidar las demás consecuencias de semejante modo de ver las cosas que,
en términos generales, sostiene que el ser humano no tiene un carácter esencial,
sino que es algo que existe en grado superior o inferior : precisamente en la
medida en que el estadio de desarrollo que se considera se acerca al "optimum",
a la situación suprema de riqueza formal y de energía vital. De esta manera se
va manifestando una graduación no sólo en la evolución embrionaria que hasta el
momento estamos examinando, sino también en otros aspectos del complejo vital.
La distancia del punto óptimo puede ser considerada marcha atrás, hacia el
principio, con esta conclusión: cuanto más primitivo es el estadio de la
evolución embrionaria, tanto menos humano es el producto. Pero también puede ser
considerada según el momento más avanzado, para concluir: cuando el estadio de
la evolución autónoma está más distante del culmen, o sea, cuanto más viejo es
el individuo, es tanto menos persona. La distancia del "optimum" puede, por otra
parte, manifestarse mediante todas aquellas minusvaloraciones que se llaman
enfermedad, debilidad, desventura; y entonces se concluye: cuanto más enfermo
débil desventurado es un individuo, tanto menos puede pretender el carácter
verdadero de ser humano.
Pero entonces, todo
depende de como se fije la escala explicativa del índice de eliminación de las
formas minusválidas, ya sea embrionarias como después del nacimiento. Y se debe
recordar de nuevo cómo la teoría y la praxis del más reciente pasado han llegado
en realidad a esta conclusión, con plena conciencia, admitiendo el horrible
concepto de una "vida privada de valor vital".
Las primeras víctimas
fueron los locos y los idiotas; hubieran seguido por los enfermos incurables
-los cuales ya, en realidad, no siguieron-, y los viejos y los incapaces para el
trabajo hubieran cerrado la
serie. Pero llegar a este punto significa que el ámbito de la
existencia digna del hombre ha sido definitivamente abandonado, porque una
mentalidad tal es barbarie desnuda y cruda.
Verdaderamente,
concepción y muerte, ascenso y decadencia, infancia y madurez, salud y
enfermedad, pertenecen a ese todo que llamamos "hombre". Son elementos de la
totalidad de su existencia, que no es sólo naturaleza, sino también historia;
que no tiene sólo un desarrollo, sino un destino; que no supone sólo
enriquecimiento y daño, sino también conservación y alteración, victoria y
derrota, superación y expiación. Y la enfermedad superada con coraje, la
incapacidad de rendimiento de la que florecen bondad, sabiduría, madurez, son
mucho más "valores vitales" que una salud que vuelve al hombre brutal y una
bravura que desnaturaliza la existencia.
Quien piensa de manera
coherente con lo anterior, no puede dejar de concluir que el ser humano es
verdaderamente una persona desde el primer momento de su desarrollo, o sea,
desde la unión de las células de los padres, de manera que todos los estadios de
su desarrollo están sometidos a las normas que valen para el hombre.
Más aún: se puede
decir con toda precisión que si alguno, empujado por el hecho de que la
semejanza exterior del embrión con la persona humana disminuye cada vez más
según se mira hacia atrás, se siente inducido a no considerarlo como hombre y
,sin embargo, protege la humanidad todavía latente en el embrión con vigilante
conciencia, ha alcanzado verdadera y propiamente una madurez ética.
Porque el indefenso es
confiado al fuerte, y en el hecho de que el hombre use su superioridad para
proteger al otro radica la diferencia entre fuerza y prepotencia. Esta
protección, allí donde se trata de la vida en desarrollo, asume un especial
carácter decisivo para la vida humana. Por eso nos conmueve siempre el
sacrificio que la verdadera madre lleva a cabo en pro de esta tarea. La misma
tarea que lleva a cabo el padre cuando protege a la madre y al niño que se forma
en ella. Y lo mismo el médico, que sabe ver al ser humano allí donde el ojo
inexperto no lo reconoce todavía, y se hace casi su procurador y defensor contra
las consideraciones utilitarias que lo solicitan.
Aquí se ha dicho algo
que establece el más profundo "ethos" médico. El decano de la pedagogía, Hermann
Nohl, definió una vez al educador como aquel hombre que representa el sentido de
la juventud no sólo frente a la pretensión autoritaria de la sociedad, sino
también frente a sus impulsos instintivos. Del médico se puede decir algo
similar: él representa el derecho del hombre enfermo frente a la brutalidad de
los sanos, y representa el derecho del hombre en desarrollo frente al egoísmo de
los adultos, también del que proviene de la necesidad. Sucede aquí que
la incorruptibilidad descansa sobre una clara visión de la esencia del hombre y
de la obligación incondicionada de tutelar su dignidad. El médico conoce mejor
que cualquier otro el dolor y la miseria de la vida; sabe también que el dolor y
la miseria de los hombres es de una naturaleza distinta a los de las bestias,
puesto que es una persona inalienable en su dignidad espiritual, insustituible
en su responsabilidad eterna. A él le es confiada la situación de enfermedad y
de imperfección de cada uno, no sólo como fenómeno físico-psíquico o como un
elemento de la asistencia pública, sino en cuanto contenido de la persona, de su
existir y de su conservación. Por eso no debe actuar nunca como si la persona no
existiese, como si no fuese persona; todo lo contrario: está obligado a
protegerla en el ámbito de su competencia, también contra las presiones de
motivos en sí buenos, pero que deben permanecer subordinados a razones
superiores, ante todo y sobre todo a la inviolabilidad de la persona.
El principio y la miseria
Pero, ¿acaso no hemos
olvidado, en el curso de nuestras consideraciones, que la indigencia de muchos
hombres, es tan grande, que no se sabe bien cómo puede prosperar la nueva vida?
Creo que no, porque
existen dos maneras de salir al encuentro de las tribulaciones humanas.
Una es evidente.
Consiste en disminuir los dolores y eliminar las causas inmediatas de los daños.
La otra no es tan evidente, pero es igualmente importante; más aún, es más
importante. Consiste en ayudar al hombre a fin de que, en las tribulaciones,
conserve la visión de la vida en su totalidad, el sentimiento de lo que en ella
es esencial, el sentido de las distinciones absolutas; y supere, con tal ánimo,
todo lo que le sucede.
Por muy importante que
sea el primer modo, si contradice al segundo, se transforma en daño. Quien libra
a una familia de una futura restricción de sus posibilidades de vida y alimento,
matando la vida que se forma, a corto plazo ha solucionado el problema de modo
providencial; pero a largo plazo y referido a la totalidad, ha acrecentado
la calamidad.
Sería como uno que, para poder encender el fuego, despedazase
las vigas de la casa: de momento, se calentaría, pero la casa quedaría en
ruinas.
En el problema del que
nos estamos ocupando, se entrecruzan las cuestiones más variadas: jurídicas,
económicas, sociales y psicológicas, sin olvidar las referentes a la más amarga
miseria personal y general. Son tan urgentes, que la tentación de decir que
sería necesario resolverlas inmediatamente, está siempre presente; después, ya
veremos qué pasa. Este sentimiento es comprensible y digno de alabanza, pero no
es justo.
A través de lo
intrincado de todas las consideraciones, debe quedar definitivamente claro que
sólo una pregunta es importante. Una pregunta que va más allá del problema
particular del que hemos partido y conduce al punto fundamental: el hombre, ¿se
pertenece a sí mismo, a la familia, al Estado, o bien está sometido a la
majestad de una instancia absoluta cuya norma regula, ya sea los deseos
personales, ya sea las pretensiones sociales?
Si es verdad lo
primero, entonces el hombre está abandonado no sólo a sí mismo, a sus deseos, a
sus necesidades y a sus concepciones de la vida, ideas, etc., sino también a la
situación social y a su más poderosa expresión: el Estado. Tanto cada uno en
particular como el Estado encontrarán siempre razones -a menudo óptimas y
convincentes, pero nunca definitivas y, por tanto, falsas desde el punto de
vista de la totalidad- para dar un carácter de justicia estricta a lo que
quieran. Lo hemos experimentado.
Si es verdad el segundo
planteamiento, entonces los deseos y las tribulaciones de cada uno, así como la
fuerza sugestiva de la situación social y la violencia del Estado, están frente
a un límite moral absoluto. Y este límite, no sólo inhibe, sino que también
salva: salva al hombre y al Estado -lo que es propio del hombre y lo que es
propio del Estado- de la confusión que nace de ellos mismos. Una tutela de este
tipo deriva de una norma, y cada norma obliga. En determinadas circunstancias,
quizá cueste sacrificio; un sacrificio particularmente grave para aquellos que
no comprenden por qué deben realizarlo, o que tienen la impresión de que esa
norma tutela sólo a ciertos grupos, o que es la expresión de una justicia de
clase; y así tantas otras cosas. Pero verdaderamente, por encima de cualquier
otra consideración significa, lisa y llanamente, la tutela y la defensa del ser
humano.
Al igual que existe
una lógica de la ciencia, existe también una lógica de la vida. La primera es evidente: por
ejemplo, cuando dice que una piedra, atraída por la fuerza de la gravedad hacia
el centro de la
tierra, no puede moverse hacia lo alto. La otra lógica es más difícil de
entender, pero es tan inexorable como la primera: afirma que las acciones
normalmente equivocadas, aunque parezcan útiles, al final conducen a
la ruina.
Mentir puede tener ventajas una, diez, cien veces; pero
finalmente, siega de raíz aquello sobre lo que se apoya la vida: en la propia
interioridad, el respeto a sí mismo; y en la relación con los demás,
la confianza.
Un daño que no tiene remedio. Esta consecuencia es inexorable:
al igual que lo es la ley de la gravedad. Una lógica de este
tipo funciona también en nuestro caso. En el hombre existe algo que no puede ser
tocado por su misma esencia: la sublimidad de la persona viviente. Pueden ser
aducidas razones importantes para hacerlo, y pueden incluso hacerse tan urgentes
que, quien se resista, puede parecer un doctrinario sin entrañas. Pero, ceder en
esto, es la destrucción final, la destrucción, precisamente, de lo que debería
ser salvado.
Se apela al derecho de
intervención -el que nootros estamos poniendo en tela de juicio- en nombre de la
libertad y de la posibilidad de que el desarrollo de ser humano tenga una
calidad de vida adecuada. Pero entonces, el resultado del balance final será que
la vida está en las manos del egoísmo de cada uno y del punto de vista del
Estado. Y ya va siendo hora de que aprendamos a ver cuales son las
consecuencias. Hemos experimentado qué significa ceder primero en una cosa,
después en otra y después en una tercera, asegurando cada vez que no se podía
hacer otra cosa, que era inevitable actuar así; buscando cada vez el modo de
convencernos a nosotros mismos que no sucedería lo peor. Hasta que nos
encontramos de sopetón con lo peor a la vuelta de la esquina... Toda violación de
la persona, especialmente cuando se efectúa bajo el amparo de la ley, prepara el
camino al Estado totalitario. Rechazar esto y aprobar aquello, no denota
precisamente claridad de pensamiento ni una conciencia despierta y recta.
De todas formas, en el
principio claramente intuido se encuentra una ayuda práctica inmediata. Médicos
de gran experiencia afirman que el médico que rechaza destruir la vida del ser
humano en desarrollo por razones médicas, se vuelve más prudente e ingenioso, y
es capaz de conducir a buen fin muchos casos que, a primera vista, parecían
desesperados. Lo mismo vale decir también aquí.
Problemas como los que
hemos considerando, deben ser discutidos partiendo de la totalidad y de la
duración de la existencia de la familia y del pueblo, si no se quiere
resolverlos a la ligera.
No hay ninguna duda de que una mentalidad que aprueba el
"índice social", hace enfermar las fuerzas del carácter y la iniciativa de
la vida. Al
contrario: si los padres están convencidos de que toda vida humana está sometida
desde sus comienzos a la ley moral que prohibe el asesinato, esta convicción los
hará más delicados de conciencia, más prontos a la renuncia y más fuertes en la
actuación coherente. En eso consiste, tanto en la totalidad como en la duración,
la ayuda que verdaderamente importa.
Antes de concluir, una
última cosa que no debemos omitir. Los partidarios del "índice social" sostienen
y declaran que mucha gente dispone de tan pobre alimentación, vivienda y
posibilidad de vida, que estarían obligados a matar a un ser humano todavía en
desarrollo, si no quieren disminuir en el futuro la disponibilidad de esos
bienes a los que ya existen. Ahora bien, eso significa que el ordenamiento
económico-social está afectado desde sus mismos cimientos.
Antes de que el Estado
recurra al medio de la matanza para disminuir la calamidad presente en este
desorden, antes de que anime a las madres a desear o a permitir la muerte del
hijo que está formándose en sus entrañas, debería comprobar con toda seriedad y
a conciencia que se ha hecho todo lo posible -todo, verdaderamente- para
restablecer el orden adecuado. Y entonces, sin duda, llegará a este resultado:
si el Estado quiere -si quiere realmente-, no hay necesidad de matar para que se
pueda vivir. Basta con tomar medidas y sacrificarse.
Sobre un tema como el
que estamos tratando, se podrían decir muchas más cosas: si esta responsabilidad
es o no efectivamente captada y asumida plenamente; si tiene todo su peso en el empleo
del dinero público, en la administración de los víveres y de las viviendas, y
tantas otras cosas. También esto sería una materia a tratar en particular. Aquí
se toca lo esencial. Lo que está en el fundamento no es, como cree el sedicente
"hombre práctico", superflua teoría, sino esclarecimiento y confirmación de la
"razón" sobre lo que todo se apoya, también la praxis justa.
Fuente: http://www.arbil.org/arbil102.htm