¿Es la
prostitución un derecho humano?
Por: Cecilia
Hofman*
Los debates sobre la prostitución
continúan planteándose con el mismo ardor desde hace más de un siglo. Pero
si el
comercio del sexo fue en otro tiempo un asunto más disimulado o
al menos más discreto, hoy nadie puede ignorar toda la batería de reclamos de la
que el sexo es objeto. Vivimos, se ha dicho, en una cultura de la pornografía.
Durante estos últimos decenios y con la explosión, a escala
mundial, de industrias basadas en la producción, venta y consumo de sexo,
encarnado en primer lugar en los cuerpos de las mujeres, resulta aún más urgente
comprender la expansión y las múltiples formas de la mercantilización del sexo
en la pornografía, los “entretenimientos sexuales” y la prostitución.
Asimismo, las feministas deben analizar la significación y
el impacto de
estas evoluciones sobre el estatuto de las mujeres.
Las apuestas
económicas
Voces cada
vez más numerosas se alzan para sugerir y, en ciertos casos, reivindicar que la
prostitución sea aceptada como un comercio y un trabajo legítimo para las
mujeres, y un medio válido para reforzar el poder económico de las mujeres. La
razón es quizá que alrededor del comercio del sexo se ha construido una economía
pujante, totalmente integrada en las economías nacionales y locales e
inmensamente rentable para las industrias y los Estados. La organización End
Child Prostitution in Asian Tourism (ECPAT) estima que en
Tailandia, el comercio de la carne ha reportado entre 18 y 21,6 miles de millones de
dólares US en un año, lo que supone más del presupuesto total del país en 1995,
y que en Japón las ganancias equivalen al presupuesto de Defensa; ésta es la
prueba de que los beneficios realizados son enormes.
Análisis feministas
divergentes
Hay quién
sostiene que la prostitución es una práctica de resistencia y de liberación
sexual de las mujeres frente a las normas sexuales y a los preceptos morales
tradicionales que han servido para controlarlas y
someterlas.
El
pensamiento feminista radical, por el contrario, analiza la prostitución como un
soporte del control patriarcal y de la sujeción sexual de las mujeres, con un
efecto negativo no solamente sobre las mujeres y las niñas que están en la
prostitución, sino sobre el conjunto de las mujeres como grupo, ya que la
prostitución confirma y consolida las definiciones patriarcales de las mujeres,
cuya función primera sería la de estar al servicio sexual de los hombres.
El debate sobre los
derechos humanos
Los dos
campos - “por y contra la prostitución” - movilizan la Declaración de los
Derechos del Hombre, y se refieren en particular al movimiento feminista que ha
extendido su marco de aplicación a la condición de las mujeres, contestando y
redefiniendo desde su punto de vista sus principios
generales.
El derecho a la
autodeterminación
De todos los
derechos humanos, las portavoces de la posición “pro prostitución”, para
defender el derecho a prostituirse, invocan ante todo el derecho a
la
autodeterminación. Este es interpretado como el derecho de un
individuo a elegir y tomar decisiones con total autonomía, lo que puede incluir
el hecho de implicarse en relaciones sexuales comerciales o de definir las
modalidades de este intercambio sexual.
Esta
posición plantea numerosos problemas, y en primer lugar, su incapacidad para
discernir los desequilibrios estructurales sociales, económicos y políticos, y
las relaciones sexuales de poder entre las mujeres y los hombres que forman el
contexto de estas elecciones y decisiones. Más aún, lleva a un callejón sin
salida en una cuestión crucial, la de saber si la prostitución puede conducir a
la igualdad social y sexual para las mujeres o si no es, en realidad, un medio
de perpetuar y reforzar las desigualdades de género en materia de derechos y de
estatus. Como han señalado los defensores de los derechos humanos, “pasando por
alto el fenómeno de la dominación masculina sobre las mujeres, tanto en la
esfera privada como en el espacio público, esta noción del derecho a la
autodeterminación puede, de hecho, reforzar la opresión de las mujeres por su
complicidad con el sistema de la dominación y la violencia masculinas”
(Charlesworth, 1994).
Peor aún,
esta posición oculta las desigualdades de clase y representa esencialmente el
punto de vista de los países del Norte. Trivializa el fenómeno masivo del rapto,
el engaño y la trata de mujeres y muchachas adolescentes que proceden
principalmente de los países del Sur, y actualmente también de las economías
dislocadas del Este de Europa, y el hecho de que son estos métodos de
reclutamiento los que, de lejos, están más extendidos a escala mundial. Esta
posición tampoco tiene en cuenta el hecho, sin embargo evidente, de que los
usuarios masculinos de la prostitución no se preocupan de saber si la mercancía
humana que ellos adquieren consiente en ser puesta a su disposición sexual,
cuestión que no les inquieta lo más mínimo. El consentimiento declarado de
algunas mujeres puede así afectar a las otras, a todas estas mujeres y
adolescentes que en ningún caso han consentido a la prostitución.
Las nociones
de elección y de consentimiento son útiles de análisis sin ningún valor para
comprender la prostitución como institución. La prostitución preexiste en tanto
que sistema que necesita un aprovisionamiento de cuerpos de mujeres, y es para
asegurar este aprovisionamiento para lo que las mujeres y muchachas adolescentes
son raptadas, engañadas, ilusionadas o persuadidas. La manera en la cual las
mujeres entran en la prostitución no es pertinente para el funcionamiento del
sistema prostitucional; más precisamente, la prostitución se perpetúa en tanto
que sistema por lo que se hace y puede hacerse a las mujeres en la prostitución,
y por los privilegios sexuales que asegura a la clientela
masculina.
Tomemos el
ejemplo de esos cientos de muchachas nepalíes vendidas en la India y que,
durante los dos o tres primeros años de su encierro en los burdeles de Bombay,
son estrechamente vigiladas y no tienen autorización para salir, porque a la
menor ocasión, intentan escaparse. Posteriormente, ellas pueden ser expuestas
con todos sus adornos delante de la puerta de los burdeles, sin riesgo de que se
fuguen. Pueden incluso ausentarse un tiempo y volver después. ¿Cómo analizar
esta situación? ¿Qué las ha ocurrido en este intervalo? ¿Cuál es la naturaleza
de su “consentimiento” posterior que definiría el intercambio prostitucional
como una actividad consensuada? Firmando el reconocimiento de la prostitución
como un comercio legítimo, el gobierno de los Países Bajos llega incluso a
proponer un nuevo concepto, el del “consentimiento de pleno grado a su propia
explotación” (Louis, 1997). Para las mujeres, como para los trabajadores y los
pueblos indígenas o colonizados cuya condición histórica ha sido la explotación
y la subordinación, éste es evidentemente un concepto
bárbaro e inaceptable.
Prostitutas
y partisanas de los derechos de las prostitutas afirman con fuerza que las
mujeres en la prostitución pueden conservar intacta su capacidad de acción
autónoma y acusan a las feministas anti-prostitución de ser paternalistas y no
respetar sus opiniones.
La cuestión
del consentimiento, de la “política de elección personal”, reposa sobre una
visión liberal occidental de los derechos humanos que eleva la vountad y las
elecciones individuales por encima de todos los otros derechos humanos y de toda
noción de bien común (Barry, 1995). Sin embargo, ante los avances de las
biotecnologías, recordemos que se ha cuestionado el concepto de elección
personal planteando cuestiones éticas sobre la integridad del cuerpo humano y de
la persona, por ejemplo en lo que concierne a la venta de órganos, la maternidad
de sustitución o la clonación humana. Igualmente, la elección individual no es
retenida generalmente como argumento en favor del uso de la droga. En nombre de una
cierta concepción del ser humano y del bien común, la colectividad ha juzgado
necesario con frecuencia poner límites a la libertad individual.
Pero, quizá porque los conceptos corrientes de bien común no
han incluido jamás el de la clase de las mujeres - tradicionalmente la clase
“socialmente dominada” (Charlesworth, 1994) - se tolera la prostitución, en
nombre de algunas mujeres que la eligen libremente. Según este criterio, se
habría podido admitir la esclavitud prestando atención a algunas voces de
esclavos que se declaraban contentos de su suerte.
El derecho al trabajo
Las
portavoces de la corriente pro-prostitución invocan el derecho al trabajo. Pero
es necesario comenzar por preguntarse por qué este trabajo existe y por qué una
experiencia de la intimidad humana ha sido categorizada como trabajo sexual. Se
nos proponen entonces estos dos discursos: bien que la prostitución es un
trabajo como cualquier otro, por ejemplo el de mecanógrafa o sirvienta, bien que
la prostitución cumple un cierto número de funciones socialmente útiles
–educación sexual, terapia sexual, o prestación de relaciones sexuales a
personas que sin la prostitución se verían privadas de ellas, por ejemplo los
trabajadores inmigrantes aislados de su familia y los hombres mayores o con
minusvalías. Desde esta perspectiva, la prostitución es presentada como una
elección profesional racional. Se considera igualmente que todo hombre, en todas
las circunstancias y sea cual sea el precio, debe poder tener relaciones
sexuales.
De hecho,
son los millones de compradores de sexo, mucho más numerosos que las mujeres y
adolescentes que ellos utilizan, quienes no solamente eligen, sino también
defienden ardientemente su práctica de la prostitución. Sin embargo,
su elección no es examinada ni cuestionada, es incluso eludida por instituciones
internacionales como la Organización Mundial de
la Salud. En
Ginebra en 1998, en un informe sobre el sida, la OMS ha
consagrado páginas enteras a los perfiles socio-económicos y culturales de las
mujeres que ejercen la prostitución para señalar después, en un párrafo
lapidario, que “los clientes son más numerosos que los proveedores de servicios
sexuales [………] Los factores que conducen a las personas a devenir clientes son
ampliamente desconocidos”. El rechazo generalizado a afrontar un examen crítico
o hacer pesar una responsabilidad sobre los usuarios de la prostitución, que
constituyen de lejos el más importante eslabón del sistema prostitucional, no es
otra cosa que una defensa tácita de las prácticas y privilegios sexuales
masculinos.
La óptica
del derecho al trabajo sostiene además que, allí donde las opciones económicas
ofrecidas a las mujeres son inadecuadas, pobres, o francamente malas, la
prostitución puede ser la mejor alternativa, y que en todo caso, es un trabajo
que no perjudica a nadie, porque las dos partes más directamente concernidas se
ponen de acuerdo sobre lo que pasará en el intercambio prostitucional. De nuevo
se niega aquí un hecho esencial: si las mujeres sufren frecuentemente violencias
en la prostitución, no es simplemente porque las leyes no las protejan, o porque
sus condiciones de trabajo no son las que debieran ser, sino porque el uso de
las mujeres por los hombres en la prostitución, y los actos que en ella son
realizados, son la puesta en práctica, en el plano sexual, de una cultura y de
un sistema de subordinación de las mujeres. En consecuencia, la violencia y la
degradación, incluso sin llegar a la acción, son condiciones inherentes a la
sexualidad prostitucional. Porque, de una parte, la violencia es siempre
posible, y de otra parte, la sexualidad venal implica poder imponer el tipo de
acto sexual que será practicado. Un cliente a quien una prostituta (o su esposa
por lo demás) le negara un acto sexual particular o una relación sin
preservativo, podrá siempre alquilar a otra mujer más necesitada que accederá a
su demanda. Es por tanto otra mujer, más vulnerable, quien sufrirá los daños.
Se ha dicho
de la prostitución que era un crimen sin víctima porque se supone que las
mujeres consienten y por tanto nadie les hace daño. Esta forma de pensar no
rinde cuenta en ningún caso de la violencia que constituye la transgresión de la
intimidad humana. Las mujeres prostitutas han hablado de los medios elaborados
que emplean para intentar preservar una parte de su vida afectiva y sexual que
les sea propia y no esté destinada al uso público: rechazar el acceso a ciertas
partes de su cuerpo o la utilización de su propia cama, inventarse una vida
ficticia, y algunos otros medios. El punto de vista según el cual las
intrusiones repetidas en el cuerpo y los actos sexuales tolerados pero no
deseados pueden ser vividos sin perjuicio es, por lo menos, dudoso. Las
supervivientes de la prostitución en Filipinas, como las mujeres de WHISPER
(Women Hurt in Systems of Prostitution Engaged in Revolt) en Estados Unidos, han
experimentado “el hecho de la prostitución como relaciones sexuales intrusivas,
no deseadas, y con frecuencia francamente violentas de soportar” (Giobbe, 1990).
En realidad, el “trabajo” prostitucional consiste fundamentalmente en someterse
a los actos efectuados por los clientes o los pornógrafos sobre los cuerpos de
las mujeres (o de los niños). Las mujeres han referido en numerosas ocasiones
sus estrategias para terminar rápidamente con el cliente, porque si las
prostitutas necesitan y desean el dinero de la prostitución, no desean la
sexualidad prostitucional que, en tanto que tal, es una forma de “violación
remunerada”.
Admitir pura
y simplemente el hecho de que las mujeres no tienen mejor opción profesional, es
renunciar al combate político para incrementar el poder de las mujeres y tolerar
las actividades florecientes y extremadamente lucrativas de la industria del
sexo, de la cual las mujeres son la materia prima. Las feministas solidarias de
las mujeres prostitutas cumplen un enorme trabajo con ellas, y nada más que para
ellas, cuando se encuentran en situación de prostitución, justamente
reconociendo que la vida social y económica está estructurada por el capitalismo
patriarcal para no dejar a las mujeres más que pocas opciones satisfactorias, y
que salir de los sistemas prostitucionales es un proceso
difícil.
La segunda
óptica – la prostitución como un trabajo socialmente útil – presupone que la
necesidad sexual masculina es una necesidad biológica que no puede ser puesta en
cuestión, similar a las necesidades de nutrición. Esto contradice
manifiestamente el hecho comprobado de que las personas, mujeres y hombres,
pasan largos periodos de sus vidas sin relaciones sexuales ¡y sin llegar al
fatal desenlace que habría tenido la privación de alimento! La verdad
es que el
capitalismo patriarcal ha alimentado una cultura del consumo sexual y el sexo no
solamente es utilizado para vender todo tipo de productos, sino que ha sido él
mismo reducido, a golpe de acciones promocionales, a un producto de mercado. Se
trata de una industria capitalista mundialmente extendida que ofrece los cuerpos
de las mujeres, de las chicas jóvenes, de los chicos también, al consumo. Pero
es necesario reconocer que existen conceptos sexistas preexistentes y
socialmente construidos de la sexualidad, sobre los cuales el capitalismo
patriarcal prospera, y que no están simplemente biológicamente
determinados.
Una cierta
corriente pro-prostitución parece contemplar con placer el día en que todos
nuestros impulsos y otras necesidades sexuales imperiosas – tanto las de las
mujeres como las de los hombres – sean adecuadamente “servidas” por el sexo
comercial. El único problema, como ha señalado maliciosamente Sheila Jeffreys,
es cómo encontrar los millones de hombres y jovencitos que estarían dispuestos a
meterse en la cama y dejar que las mujeres les penetraran con múltiples objetos
de todo tipo, o a dejarse fotografiar en posiciones ridículas o
degradantes.
La
prostitución es posible porque existe el poder de los hombres como clase
dominante sobre las mujeres. Los pocos hombres que están en la prostitución lo
están normalmente al servicio de otros hombres, e incluso cuando son las mujeres
sus clientes este intercambio comercial no refleja menos las desigualdades de
clase, de raza, de edad o de otras relaciones de poder entre la persona que
compra y la que es comprada. Pero lo más importante es que la prostitución de
los individuos hombres no debilita jamás el poder de los hombres en tanto que
clase, mientras que la prostitución de las mujeres es un resultado directo del
estatuto subordinado de las mujeres y contribuye a perpetuarlo. Ciertamente, las
desigualdades de clase y especialmente las de raza operan también en muchas
otras situaciones de trabajo y de empleo. Pero la prostitución, más que un
“trabajo”, es “la reducción más sistemática e institucionalizada de las mujeres
a un sexo” (Barry, 1995). Un documento, emitido por la ONU en 1992, reconoce
el impacto de
la prostitución sobre las mujeres en tanto que clase: “Reduciendo a las mujeres
a una mercancía susceptible de ser comprada, vendida, apropiada, intercambiada o
adquirida, la prostitución ha afectado a las mujeres en tanto que grupo. Ha
reforzado la ecuación establecida por la sociedad entre mujer y sexo, que reduce
a las mujeres a una menor humanidad y contribuye a mantenerlas en un estatuto de
segunda categoría en todo el mundo” (Tomasevski, 1993).
El derecho a la libertad
de expresión
El sistema
prostitucional, que incluye la pornografía y la industria de entretenimiento
sexual bajo todas sus modalidades, es defendido como arte erótico o como
resultado de la libertad y la expresión sexuales. Se invoca entonces el
ejercicio del derecho a la libertad de expresión. Mujeres que hacen striptease y
otros espectáculos han afirmado incluso extraer un sentimiento de poder del
hecho de que su persona se mantiene inaccesible, mientras que su puesta en
escena las hace deseables sexualmente a los ojos de los espectadores masculinos.
De hecho, no es cierto que los hombres no puedan tener relaciones sexuales
cuando ellos quieren; millones de mujeres y de niños en todo el mundo son
víctimas del tráfico y encauzadas hacia establecimientos de prostitución, de
forma que los hombres puedan precisamente tener relaciones sexuales cuando y
como quieran, sin ninguna restricción. Se impone y se compra el sexo; los
crímenes sexuales de violación, incesto, acoso sexual, están extendidos por
todas partes: hay una violación cada seis minutos en Estados Unidos, cada minuto
y medio en Africa del Sur.
Si la
prostitución fuera una forma de libertad y expresión sexual para las mujeres,
entonces ellas deberían estar en condiciones de decidir y reclamar los actos
sexuales que se realizan en la prostitución.
Obviamente, este no es el caso. De hecho, aunque la
prostitución es una de las cuestiones de género más debatidas, estas discusiones
no versan casi nunca sobre la sexualidad en la prostitución. Cuándo un
cliente alemán de una prostituta filipina quiere tomar una foto para mostrar a
sus amigos en su país “las dos cosas que mejor se hacen en Filipinas” -una
botella de cerveza en la vagina de una mujer- ¿de quién es la sexualidad que
está siendo expresada? Cuándo un grupo de hombres paga a una mujer para eyacular
simultáneamente sobre ella ¿qué sexualidad es esa? Cuando Patpong (calle animada
de Bangkok, en Tailandia, donde se encuentran los sex-clubs para turistas)
ofrece “establecimientos de mamadas” y programas de diversión que buscan
clientes para “minino hace pingpong, minino levanta banana, minino fuma puro,
show gran consolador, pescado introducido en ella, huevo introducido en su coño,
larga berenjena introducida en su coño” (Odzer, 1994), o incluso espectáculos de
cuchillos y hojas de afeitar en las vaginas de las mujeres, éstas son versiones
vivientes de las imágenes de la gigantesca industria pornográfica, en la que se
muestran granadas de mano en las vaginas de las mujeres, ratas vivas saliendo de
ellas y perros penetrando mujeres: ¿es esto “un entretenimiento para adultos”,
una distracción sexual, una liberación sexual? De hecho, es cierto que la
libertad de expresión está siendo ampliamente ejercida aquí, pero ¿de quién es
la sexualidad que se está expresando y cuáles son los enunciados ideológicos que
se están emitiendo sobre las mujeres? Lo que se está afirmando aquí es una
voluntad masculina de deshumanizar a las mujeres.
Está claro
que la sexualidad era y sigue siendo un terreno político, donde se continúa
haciendo la guerra a las mujeres, como lo muestran claramente prácticas como la
violación, la mutilación de los órganos genitales femeninos, la falta de acceso
a la contracepción, la discriminación contra las lesbianas, la pornografía, o
incluso los “snuff” films, donde los actos sexuales culminan con la muerte real
de las mujeres. En esta guerra, la prostitución es un campo de batalla central
donde las mujeres en tanto que clase son reducidas a un sexo, donde su humanidad
es negada, y donde ellas se encuentran entregadas a todas estas
prácticas.
Pretender
promover la libertad sexual de las mujeres sustrayendo la prostitución y la
pornografía a la dominación masculina, y a una ideología y práctica sexuales que
se fundan en el odio a las mujeres, es falaz y pone a las mujeres en peligro. Y
mientras que a aquéllas y aquéllos que claman a favor de la prostitución les
gusta presentarse a sí mismos como “pro-sexo” y acusan a sus oponentes de ser
“anti-sexo” o “puritanos”, es muy significativo que ellos no cuestionen jamás
los presupuestos fundamentales del patriarcado, ni las normas y prácticas
sexuales masculinas. Ello implica ser cómplice de estos presupuestos y estas
prácticas, o al menos aceptar el postulado ideológico de que los hombres tienen
una inmensa necesidad “natural” de sexo, incluyendo las formas citadas
anteriormente, que deben ser satisfechas a cualquier precio. Una vez más, este
punto de vista ignora voluntariamente la construcción social y cultural de las
concepciones y comportamientos sexuales.
Ser
“pro-sexo” es oponerse a la prostitución reivindicando y reconstruyendo una
sexualidad que defienda la vida, el respeto al otro y el beneficio mutuo, y si
es heterosexual, basada en la igualdad de género. Esta es, de lejos, la posición
más revolucionaria; la posición “pro-prostitución” es pura y simplemente la de
la acomodación al sistema masculino que ya está vigente.
El derecho a no ser
prostituida
Los
verdaderos derechos humanos que todas las mujeres deben disfrutar comienzan por
el derecho a no ser discriminadas por razón de su sexo, derecho que está
recogido en los principales documentos oficiales de derechos humanos. La
prostitución viola este derecho, porque es un sistema de extrema discriminación
de un grupo de seres humanos, que es puesto en situación de servidumbre sexual
por y en beneficio de otro grupo de seres humanos, y no se puede negar que son
las mujeres y las niñas, históricamente y en una creciente mayoría, quienes son
prostituidas. La prostitución viola el derecho a la integridad física y moral,
por la alienación de la sexualidad de las mujeres que es apropiada, envilecida y
convertida en una cosa que se compra y se vende. Viola la prohibición de la
tortura y de todo castigo o tratamiento cruel, inhumano o degradante, porque las
prácticas de “entretenimiento” sexual y de la pornografía, así como las
ejercidas por los clientes, son actos de poder y de violencia sobre el cuerpo
femenino. Viola el derecho a la libertad y a la seguridad, y la prohibición de
la esclavitud, del trabajo forzado y del tráfico de seres humanos, porque
millones de mujeres y niñas de todo el mundo son mantenidas en régimen de
esclavitud sexual para atender la demanda de sus consumidores masculinos, más
numerosos que ellas aún, y para generar beneficios para los capitalistas del
sexo. Viola el derecho a disfrutar de un buen nivel de salud física y mental,
porque la violencia, las enfermedades, los embarazos no deseados, los abortos en
condiciones insalubres y el sida, presentan riesgos graves para las mujeres y
adolescentes que están en la prostitución y las impiden tener una conciencia
positiva de su propio cuerpo y una relación sana con él.
Aceptar o
promover la prostitución como una organización social inevitable de la
sexualidad, o como un trabajo apropiado por las mujeres, supone negar los
esfuerzos para alcanzar niveles más elevados en materia de derechos humanos,
comprendidos los derechos humanos de las mujeres, tal y como éstos han sido
enunciados, por ejemplo, en la plataforma de acción de Beijing. Y aunque incluso
ahí, el lobby por el reconocimiento de categorías aceptables de prostitución ha
hecho progresos, utilizando los términos de prostitución “forzada” y
prostitución “libre”, el documento presentado no es totalmente consistente y
evidencia una persistente falta de convicción en esa proposición. La
incompatibilidad de la prostitución con la idea de libertad y de una verdadera
autodeterminación sexual es claramente enunciada en la plataforma de acción :
“Los derechos humanos de las mujeres incluyen su derecho a controlar y decidir
de forma libre y responsable en los dominios relativos a su sexualidad,
incluyendo la salud sexual y reproductiva, libre de coerción, discriminación y
violencia. Las relaciones igualitarias entre hombres y mujeres en materia de
sexualidad y reproducción, incluyendo el respeto a la integridad de la persona,
requieren respeto mutuo, consentimiento y responsabilidad compartida en el
comportamiento sexual y sus consecuencias”.
La
prostitución debe ser reconocida no sólo como una parte, sino como un fundamento
del sistema de subordinación patriarcal de las mujeres. Las feministas tienen el
deber de imaginar un mundo sin prostitución, lo mismo que hemos aprendido a
imaginar un mundo sin esclavitud, sin apartheid, sin infanticidio ni mutilación
de órganos genitales femeninos. A fin de cuentas, las relaciones de género deben
ser reestructuradas de tal forma que la sexualidad pueda ser de nuevo una
experiencia de la intimidad humana y no una mercancía que se compra y se
vende.
(*) La autora pertenece a
la Coalición contra el tráfico de mujeres – Asia
Pacífico
Fuente:
aboliciondelaprostitucion.org
Publicado en Yo Influyo
15/08/2006