www.notivida.com.ar

¿Es la prostitución un derecho humano?

Por: Cecilia Hofman*

 Los debates sobre la prostitución continúan planteándose con el mismo ardor desde hace más de un siglo. Pero si el comercio del sexo fue en otro tiempo un asunto más disimulado o al menos más discreto, hoy nadie puede ignorar toda la batería de reclamos de la que el sexo es objeto. Vivimos, se ha dicho, en una cultura de la pornografía. Durante estos últimos decenios y con la explosión, a escala mundial, de industrias basadas en la producción, venta y consumo de sexo, encarnado en primer lugar en los cuerpos de las mujeres, resulta aún más urgente comprender la expansión y las múltiples formas de la mercantilización del sexo en la pornografía, los “entretenimientos sexuales” y la prostitución. Asimismo, las feministas deben analizar la significación y el impacto de estas evoluciones sobre el estatuto de las mujeres.

Las apuestas económicas

Voces cada vez más numerosas se alzan para sugerir y, en ciertos casos, reivindicar que la prostitución sea aceptada como un comercio y un trabajo legítimo para las mujeres, y un medio válido para reforzar el poder económico de las mujeres. La razón es quizá que alrededor del comercio del sexo se ha construido una economía pujante, totalmente integrada en las economías nacionales y locales e inmensamente rentable para las industrias y los Estados. La organización End Child Prostitution in Asian Tourism (ECPAT) estima que en Tailandia, el comercio de la carne ha reportado entre 18 y 21,6 miles de millones de dólares US en un año, lo que supone más del presupuesto total del país en 1995, y que en Japón las ganancias equivalen al presupuesto de Defensa; ésta es la prueba de que los beneficios realizados son enormes.

Análisis feministas divergentes

Hay quién sostiene que la prostitución es una práctica de resistencia y de liberación sexual de las mujeres frente a las normas sexuales y a los preceptos morales tradicionales que han servido para controlarlas y someterlas.

El pensamiento feminista radical, por el contrario, analiza la prostitución como un soporte del control patriarcal y de la sujeción sexual de las mujeres, con un efecto negativo no solamente sobre las mujeres y las niñas que están en la prostitución, sino sobre el conjunto de las mujeres como grupo, ya que la prostitución confirma y consolida las definiciones patriarcales de las mujeres, cuya función primera sería la de estar al servicio sexual de los hombres.

El debate sobre los derechos humanos

Los dos campos - “por y contra la prostitución” - movilizan la Declaración de los Derechos del Hombre, y se refieren en particular al movimiento feminista que ha extendido su marco de aplicación a la condición de las mujeres, contestando y redefiniendo desde su punto de vista sus principios generales.

El derecho a la autodeterminación 

De todos los derechos humanos, las portavoces de la posición “pro prostitución”, para defender el derecho a prostituirse, invocan ante todo el derecho a la autodeterminación. Este es interpretado como el derecho de un individuo a elegir y tomar decisiones con total autonomía, lo que puede incluir el hecho de implicarse en relaciones sexuales comerciales o de definir las modalidades de este intercambio sexual.

Esta posición plantea numerosos problemas, y en primer lugar, su incapacidad para discernir los desequilibrios estructurales sociales, económicos y políticos, y las relaciones sexuales de poder entre las mujeres y los hombres que forman el contexto de estas elecciones y decisiones. Más aún, lleva a un callejón sin salida en una cuestión crucial, la de saber si la prostitución puede conducir a la igualdad social y sexual para las mujeres o si no es, en realidad, un medio de perpetuar y reforzar las desigualdades de género en materia de derechos y de estatus. Como han señalado los defensores de los derechos humanos, “pasando por alto el fenómeno de la dominación masculina sobre las mujeres, tanto en la esfera privada como en el espacio público, esta noción del derecho a la autodeterminación puede, de hecho, reforzar la opresión de las mujeres por su complicidad con el sistema de la dominación y la violencia masculinas” (Charlesworth, 1994).

Peor aún, esta posición oculta las desigualdades de clase y representa esencialmente el punto de vista de los países del Norte. Trivializa el fenómeno masivo del rapto, el engaño y la trata de mujeres y muchachas adolescentes que proceden principalmente de los países del Sur, y actualmente también de las economías dislocadas del Este de Europa, y el hecho de que son estos métodos de reclutamiento los que, de lejos, están más extendidos a escala mundial. Esta posición tampoco tiene en cuenta el hecho, sin embargo evidente, de que los usuarios masculinos de la prostitución no se preocupan de saber si la mercancía humana que ellos adquieren consiente en ser puesta a su disposición sexual, cuestión que no les inquieta lo más mínimo. El consentimiento declarado de algunas mujeres puede así afectar a las otras, a todas estas mujeres y adolescentes que en ningún caso han consentido a la prostitución.

Las nociones de elección y de consentimiento son útiles de análisis sin ningún valor para comprender la prostitución como institución. La prostitución preexiste en tanto que sistema que necesita un aprovisionamiento de cuerpos de mujeres, y es para asegurar este aprovisionamiento para lo que las mujeres y muchachas adolescentes son raptadas, engañadas, ilusionadas o persuadidas. La manera en la cual las mujeres entran en la prostitución no es pertinente para el funcionamiento del sistema prostitucional; más precisamente, la prostitución se perpetúa en tanto que sistema por lo que se hace y puede hacerse a las mujeres en la prostitución, y por los privilegios sexuales que asegura a la clientela masculina.

Tomemos el ejemplo de esos cientos de muchachas nepalíes vendidas en la India y que, durante los dos o tres primeros años de su encierro en los burdeles de Bombay, son estrechamente vigiladas y no tienen autorización para salir, porque a la menor ocasión, intentan escaparse. Posteriormente, ellas pueden ser expuestas con todos sus adornos delante de la puerta de los burdeles, sin riesgo de que se fuguen. Pueden incluso ausentarse un tiempo y volver después. ¿Cómo analizar esta situación? ¿Qué las ha ocurrido en este intervalo? ¿Cuál es la naturaleza de su “consentimiento” posterior que definiría el intercambio prostitucional como una actividad consensuada? Firmando el reconocimiento de la prostitución como un comercio legítimo, el gobierno de los Países Bajos llega incluso a proponer un nuevo concepto, el del “consentimiento de pleno grado a su propia explotación” (Louis, 1997). Para las mujeres, como para los trabajadores y los pueblos indígenas o colonizados cuya condición histórica ha sido la explotación y la subordinación, éste es evidentemente un concepto bárbaro e inaceptable.

Prostitutas y partisanas de los derechos de las prostitutas afirman con fuerza que las mujeres en la prostitución pueden conservar intacta su capacidad de acción autónoma y acusan a las feministas anti-prostitución de ser paternalistas y no respetar sus opiniones.

La cuestión del consentimiento, de la “política de elección personal”, reposa sobre una visión liberal occidental de los derechos humanos que eleva la vountad y las elecciones individuales por encima de todos los otros derechos humanos y de toda noción de bien común (Barry, 1995). Sin embargo, ante los avances de las biotecnologías, recordemos que se ha cuestionado el concepto de elección personal planteando cuestiones éticas sobre la integridad del cuerpo humano y de la persona, por ejemplo en lo que concierne a la venta de órganos, la maternidad de sustitución o la clonación humana. Igualmente, la elección individual no es retenida generalmente como argumento en favor del uso de la droga. En nombre de una cierta concepción del ser humano y del bien común, la colectividad ha juzgado necesario con frecuencia poner límites a la libertad individual. Pero, quizá porque los conceptos corrientes de bien común no han incluido jamás el de la clase de las mujeres - tradicionalmente la clase “socialmente dominada” (Charlesworth, 1994) - se tolera la prostitución, en nombre de algunas mujeres que la eligen libremente. Según este criterio, se habría podido admitir la esclavitud prestando atención a algunas voces de esclavos que se declaraban contentos de su suerte.

El derecho al trabajo

Las portavoces de la corriente pro-prostitución invocan el derecho al trabajo. Pero es necesario comenzar por preguntarse por qué este trabajo existe y por qué una experiencia de la intimidad humana ha sido categorizada como trabajo sexual. Se nos proponen entonces estos dos discursos: bien que la prostitución es un trabajo como cualquier otro, por ejemplo el de mecanógrafa o sirvienta, bien que la prostitución cumple un cierto número de funciones socialmente útiles –educación sexual, terapia sexual, o prestación de relaciones sexuales a personas que sin la prostitución se verían privadas de ellas, por ejemplo los trabajadores inmigrantes aislados de su familia y los hombres mayores o con minusvalías. Desde esta perspectiva, la prostitución es presentada como una elección profesional racional. Se considera igualmente que todo hombre, en todas las circunstancias y sea cual sea el precio, debe poder tener relaciones sexuales.

De hecho, son los millones de compradores de sexo, mucho más numerosos que las mujeres y adolescentes que ellos utilizan, quienes no solamente eligen, sino también defienden ardientemente su práctica de la prostitución. Sin embargo, su elección no es examinada ni cuestionada, es incluso eludida por instituciones internacionales como la Organización Mundial de la Salud. En Ginebra en 1998, en un informe sobre el sida, la OMS ha consagrado páginas enteras a los perfiles socio-económicos y culturales de las mujeres que ejercen la prostitución para señalar después, en un párrafo lapidario, que “los clientes son más numerosos que los proveedores de servicios sexuales [………] Los factores que conducen a las personas a devenir clientes son ampliamente desconocidos”. El rechazo generalizado a afrontar un examen crítico o hacer pesar una responsabilidad sobre los usuarios de la prostitución, que constituyen de lejos el más importante eslabón del sistema prostitucional, no es otra cosa que una defensa tácita de las prácticas y privilegios sexuales masculinos.

La óptica del derecho al trabajo sostiene además que, allí donde las opciones económicas ofrecidas a las mujeres son inadecuadas, pobres, o francamente malas, la prostitución puede ser la mejor alternativa, y que en todo caso, es un trabajo que no perjudica a nadie, porque las dos partes más directamente concernidas se ponen de acuerdo sobre lo que pasará en el intercambio prostitucional. De nuevo se niega aquí un hecho esencial: si las mujeres sufren frecuentemente violencias en la prostitución, no es simplemente porque las leyes no las protejan, o porque sus condiciones de trabajo no son las que debieran ser, sino porque el uso de las mujeres por los hombres en la prostitución, y los actos que en ella son realizados, son la puesta en práctica, en el plano sexual, de una cultura y de un sistema de subordinación de las mujeres. En consecuencia, la violencia y la degradación, incluso sin llegar a la acción, son condiciones inherentes a la sexualidad prostitucional. Porque, de una parte, la violencia es siempre posible, y de otra parte, la sexualidad venal implica poder imponer el tipo de acto sexual que será practicado. Un cliente a quien una prostituta (o su esposa por lo demás) le negara un acto sexual particular o una relación sin preservativo, podrá siempre alquilar a otra mujer más necesitada que accederá a su demanda. Es por tanto otra mujer, más vulnerable, quien sufrirá los daños.

Se ha dicho de la prostitución que era un crimen sin víctima porque se supone que las mujeres consienten y por tanto nadie les hace daño. Esta forma de pensar no rinde cuenta en ningún caso de la violencia que constituye la transgresión de la intimidad humana. Las mujeres prostitutas han hablado de los medios elaborados que emplean para intentar preservar una parte de su vida afectiva y sexual que les sea propia y no esté destinada al uso público: rechazar el acceso a ciertas partes de su cuerpo o la utilización de su propia cama, inventarse una vida ficticia, y algunos otros medios. El punto de vista según el cual las intrusiones repetidas en el cuerpo y los actos sexuales tolerados pero no deseados pueden ser vividos sin perjuicio es, por lo menos, dudoso. Las supervivientes de la prostitución en Filipinas, como las mujeres de WHISPER (Women Hurt in Systems of Prostitution Engaged in Revolt) en Estados Unidos, han experimentado “el hecho de la prostitución como relaciones sexuales intrusivas, no deseadas, y con frecuencia francamente violentas de soportar” (Giobbe, 1990). En realidad, el “trabajo” prostitucional consiste fundamentalmente en someterse a los actos efectuados por los clientes o los pornógrafos sobre los cuerpos de las mujeres (o de los niños). Las mujeres han referido en numerosas ocasiones sus estrategias para terminar rápidamente con el cliente, porque si las prostitutas necesitan y desean el dinero de la prostitución, no desean la sexualidad prostitucional que, en tanto que tal, es una forma de “violación remunerada”.

Admitir pura y simplemente el hecho de que las mujeres no tienen mejor opción profesional, es renunciar al combate político para incrementar el poder de las mujeres y tolerar las actividades florecientes y extremadamente lucrativas de la industria del sexo, de la cual las mujeres son la materia prima. Las feministas solidarias de las mujeres prostitutas cumplen un enorme trabajo con ellas, y nada más que para ellas, cuando se encuentran en situación de prostitución, justamente reconociendo que la vida social y económica está estructurada por el capitalismo patriarcal para no dejar a las mujeres más que pocas opciones satisfactorias, y que salir de los sistemas prostitucionales es un proceso difícil.

La segunda óptica – la prostitución como un trabajo socialmente útil – presupone que la necesidad sexual masculina es una necesidad biológica que no puede ser puesta en cuestión, similar a las necesidades de nutrición. Esto contradice manifiestamente el hecho comprobado de que las personas, mujeres y hombres, pasan largos periodos de sus vidas sin relaciones sexuales ¡y sin llegar al fatal desenlace que habría tenido la privación de alimento! La verdad es que el capitalismo patriarcal ha alimentado una cultura del consumo sexual y el sexo no solamente es utilizado para vender todo tipo de productos, sino que ha sido él mismo reducido, a golpe de acciones promocionales, a un producto de mercado. Se trata de una industria capitalista mundialmente extendida que ofrece los cuerpos de las mujeres, de las chicas jóvenes, de los chicos también, al consumo. Pero es necesario reconocer que existen conceptos sexistas preexistentes y socialmente construidos de la sexualidad, sobre los cuales el capitalismo patriarcal prospera, y que no están simplemente biológicamente determinados.

Una cierta corriente pro-prostitución parece contemplar con placer el día en que todos nuestros impulsos y otras necesidades sexuales imperiosas – tanto las de las mujeres como las de los hombres – sean adecuadamente “servidas” por el sexo comercial. El único problema, como ha señalado maliciosamente Sheila Jeffreys, es cómo encontrar los millones de hombres y jovencitos que estarían dispuestos a meterse en la cama y dejar que las mujeres les penetraran con múltiples objetos de todo tipo, o a dejarse fotografiar en posiciones ridículas o degradantes.

La prostitución es posible porque existe el poder de los hombres como clase dominante sobre las mujeres. Los pocos hombres que están en la prostitución lo están normalmente al servicio de otros hombres, e incluso cuando son las mujeres sus clientes este intercambio comercial no refleja menos las desigualdades de clase, de raza, de edad o de otras relaciones de poder entre la persona que compra y la que es comprada. Pero lo más importante es que la prostitución de los individuos hombres no debilita jamás el poder de los hombres en tanto que clase, mientras que la prostitución de las mujeres es un resultado directo del estatuto subordinado de las mujeres y contribuye a perpetuarlo. Ciertamente, las desigualdades de clase y especialmente las de raza operan también en muchas otras situaciones de trabajo y de empleo. Pero la prostitución, más que un “trabajo”, es “la reducción más sistemática e institucionalizada de las mujeres a un sexo” (Barry, 1995). Un documento, emitido por la ONU en 1992, reconoce el impacto de la prostitución sobre las mujeres en tanto que clase: “Reduciendo a las mujeres a una mercancía susceptible de ser comprada, vendida, apropiada, intercambiada o adquirida, la prostitución ha afectado a las mujeres en tanto que grupo. Ha reforzado la ecuación establecida por la sociedad entre mujer y sexo, que reduce a las mujeres a una menor humanidad y contribuye a mantenerlas en un estatuto de segunda categoría en todo el mundo” (Tomasevski, 1993).

El derecho a la libertad de expresión

El sistema prostitucional, que incluye la pornografía y la industria de entretenimiento sexual bajo todas sus modalidades, es defendido como arte erótico o como resultado de la libertad y la expresión sexuales. Se invoca entonces el ejercicio del derecho a la libertad de expresión. Mujeres que hacen striptease y otros espectáculos han afirmado incluso extraer un sentimiento de poder del hecho de que su persona se mantiene inaccesible, mientras que su puesta en escena las hace deseables sexualmente a los ojos de los espectadores masculinos. De hecho, no es cierto que los hombres no puedan tener relaciones sexuales cuando ellos quieren; millones de mujeres y de niños en todo el mundo son víctimas del tráfico y encauzadas hacia establecimientos de prostitución, de forma que los hombres puedan precisamente tener relaciones sexuales cuando y como quieran, sin ninguna restricción. Se impone y se compra el sexo; los crímenes sexuales de violación, incesto, acoso sexual, están extendidos por todas partes: hay una violación cada seis minutos en Estados Unidos, cada minuto y medio en Africa del Sur.

Si la prostitución fuera una forma de libertad y expresión sexual para las mujeres, entonces ellas deberían estar en condiciones de decidir y reclamar los actos sexuales que se realizan en la prostitución. Obviamente, este no es el caso. De hecho, aunque la prostitución es una de las cuestiones de género más debatidas, estas discusiones no versan casi nunca sobre la sexualidad en la prostitución. Cuándo un cliente alemán de una prostituta filipina quiere tomar una foto para mostrar a sus amigos en su país “las dos cosas que mejor se hacen en Filipinas” -una botella de cerveza en la vagina de una mujer- ¿de quién es la sexualidad que está siendo expresada? Cuándo un grupo de hombres paga a una mujer para eyacular simultáneamente sobre ella ¿qué sexualidad es esa? Cuando Patpong (calle animada de Bangkok, en Tailandia, donde se encuentran los sex-clubs para turistas) ofrece “establecimientos de mamadas” y programas de diversión que buscan clientes para “minino hace pingpong, minino levanta banana, minino fuma puro, show gran consolador, pescado introducido en ella, huevo introducido en su coño, larga berenjena introducida en su coño” (Odzer, 1994), o incluso espectáculos de cuchillos y hojas de afeitar en las vaginas de las mujeres, éstas son versiones vivientes de las imágenes de la gigantesca industria pornográfica, en la que se muestran granadas de mano en las vaginas de las mujeres, ratas vivas saliendo de ellas y perros penetrando mujeres: ¿es esto “un entretenimiento para adultos”, una distracción sexual, una liberación sexual? De hecho, es cierto que la libertad de expresión está siendo ampliamente ejercida aquí, pero ¿de quién es la sexualidad que se está expresando y cuáles son los enunciados ideológicos que se están emitiendo sobre las mujeres? Lo que se está afirmando aquí es una voluntad masculina de deshumanizar a las mujeres.

Está claro que la sexualidad era y sigue siendo un terreno político, donde se continúa haciendo la guerra a las mujeres, como lo muestran claramente prácticas como la violación, la mutilación de los órganos genitales femeninos, la falta de acceso a la contracepción, la discriminación contra las lesbianas, la pornografía, o incluso los “snuff” films, donde los actos sexuales culminan con la muerte real de las mujeres. En esta guerra, la prostitución es un campo de batalla central donde las mujeres en tanto que clase son reducidas a un sexo, donde su humanidad es negada, y donde ellas se encuentran entregadas a todas estas prácticas.

Pretender promover la libertad sexual de las mujeres sustrayendo la prostitución y la pornografía a la dominación masculina, y a una ideología y práctica sexuales que se fundan en el odio a las mujeres, es falaz y pone a las mujeres en peligro. Y mientras que a aquéllas y aquéllos que claman a favor de la prostitución les gusta presentarse a sí mismos como “pro-sexo” y acusan a sus oponentes de ser “anti-sexo” o “puritanos”, es muy significativo que ellos no cuestionen jamás los presupuestos fundamentales del patriarcado, ni las normas y prácticas sexuales masculinas. Ello implica ser cómplice de estos presupuestos y estas prácticas, o al menos aceptar el postulado ideológico de que los hombres tienen una inmensa necesidad “natural” de sexo, incluyendo las formas citadas anteriormente, que deben ser satisfechas a cualquier precio. Una vez más, este punto de vista ignora voluntariamente la construcción social y cultural de las concepciones y comportamientos sexuales.

Ser “pro-sexo” es oponerse a la prostitución reivindicando y reconstruyendo una sexualidad que defienda la vida, el respeto al otro y el beneficio mutuo, y si es heterosexual, basada en la igualdad de género. Esta es, de lejos, la posición más revolucionaria; la posición “pro-prostitución” es pura y simplemente la de la acomodación al sistema masculino que ya está vigente.

El derecho a no ser prostituida 

Los verdaderos derechos humanos que todas las mujeres deben disfrutar comienzan por el derecho a no ser discriminadas por razón de su sexo, derecho que está recogido en los principales documentos oficiales de derechos humanos. La prostitución viola este derecho, porque es un sistema de extrema discriminación de un grupo de seres humanos, que es puesto en situación de servidumbre sexual por y en beneficio de otro grupo de seres humanos, y no se puede negar que son las mujeres y las niñas, históricamente y en una creciente mayoría, quienes son prostituidas. La prostitución viola el derecho a la integridad física y moral, por la alienación de la sexualidad de las mujeres que es apropiada, envilecida y convertida en una cosa que se compra y se vende. Viola la prohibición de la tortura y de todo castigo o tratamiento cruel, inhumano o degradante, porque las prácticas de “entretenimiento” sexual y de la pornografía, así como las ejercidas por los clientes, son actos de poder y de violencia sobre el cuerpo femenino. Viola el derecho a la libertad y a la seguridad, y la prohibición de la esclavitud, del trabajo forzado y del tráfico de seres humanos, porque millones de mujeres y niñas de todo el mundo son mantenidas en régimen de esclavitud sexual para atender la demanda de sus consumidores masculinos, más numerosos que ellas aún, y para generar beneficios para los capitalistas del sexo. Viola el derecho a disfrutar de un buen nivel de salud física y mental, porque la violencia, las enfermedades, los embarazos no deseados, los abortos en condiciones insalubres y el sida, presentan riesgos graves para las mujeres y adolescentes que están en la prostitución y las impiden tener una conciencia positiva de su propio cuerpo y una relación sana con él.

Aceptar o promover la prostitución como una organización social inevitable de la sexualidad, o como un trabajo apropiado por las mujeres, supone negar los esfuerzos para alcanzar niveles más elevados en materia de derechos humanos, comprendidos los derechos humanos de las mujeres, tal y como éstos han sido enunciados, por ejemplo, en la plataforma de acción de Beijing. Y aunque incluso ahí, el lobby por el reconocimiento de categorías aceptables de prostitución ha hecho progresos, utilizando los términos de prostitución “forzada” y prostitución “libre”, el documento presentado no es totalmente consistente y evidencia una persistente falta de convicción en esa proposición. La incompatibilidad de la prostitución con la idea de libertad y de una verdadera autodeterminación sexual es claramente enunciada en la plataforma de acción : “Los derechos humanos de las mujeres incluyen su derecho a controlar y decidir de forma libre y responsable en los dominios relativos a su sexualidad, incluyendo la salud sexual y reproductiva, libre de coerción, discriminación y violencia. Las relaciones igualitarias entre hombres y mujeres en materia de sexualidad y reproducción, incluyendo el respeto a la integridad de la persona, requieren respeto mutuo, consentimiento y responsabilidad compartida en el comportamiento sexual y sus consecuencias”.

La prostitución debe ser reconocida no sólo como una parte, sino como un fundamento del sistema de subordinación patriarcal de las mujeres. Las feministas tienen el deber de imaginar un mundo sin prostitución, lo mismo que hemos aprendido a imaginar un mundo sin esclavitud, sin apartheid, sin infanticidio ni mutilación de órganos genitales femeninos. A fin de cuentas, las relaciones de género deben ser reestructuradas de tal forma que la sexualidad pueda ser de nuevo una experiencia de la intimidad humana y no una mercancía que se compra y se vende.

(*) La autora pertenece a la Coalición contra el tráfico de mujeres – Asia Pacífico

Fuente: aboliciondelaprostitucion.org

Publicado en Yo Influyo 15/08/2006